La Esperanza que nos crea y nos sostiene
La esperanza cristiana nace del amor misericordioso de Dios y orienta toda la vida hacia Él, fuente de plenitud y felicidad verdadera. Más que un sentimiento, es una virtud que sostiene la existencia, impulsa a amar y servir, y transforma la realidad con la certeza de que “la esperanza no defrauda” (Rm 5,5).
El ser humano ha sido creado por Dios, y esta es una verdad fundamental de la fe cristiana. Esta convicción nos distingue de las concepciones materialistas que reducen al hombre a un simple producto biológico, apenas diferente de los primates. En cambio, la fe reconoce en cada persona una dimensión espiritual, capaz de trascender lo inmediato, de soñar, de proyectarse, de esperar.
Cada ser humano posee metas, deseos y anhelos que aún no se han realizado, pero que lo impulsan a luchar y avanzar. En lo más profundo de esos anhelos se encuentra una esperanza más grande que lo humano, un deseo infinito de plenitud que el Creador ha puesto en el corazón de cada uno. Como afirma san Agustín:
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I, 1).
Venimos de Dios y hacia Él caminamos. Él es nuestra meta, el manantial que sacia la sed infinita del alma, el Bien, la Verdad y la Belleza que colman todos nuestros deseos. En realidad, Dios mismo es lo que verdaderamente esperamos.
Todo niño sueña con crecer; quien inicia una carrera espera alcanzar el título que anhela; quien ama desea permanecer junto al ser amado. La esperanza mueve la vida humana. Así también, el cristiano vive orientado hacia su encuentro definitivo con el Creador, porque solo en Él hallará el bien que su voluntad anhela, su fin último y su verdadera felicidad.
La esperanza no es solo un sentimiento, sino una virtud teologal. Aunque es don gratuito de Dios, requiere de nuestra respuesta libre y perseverante. Ella sostiene nuestra existencia cotidiana, tanto en la lucha terrena como en la preparación para la patria celestial. En palabras del papa Benedicto XVI (2007): “El fundamento de nuestra esperanza es la misericordia de Dios” (Spe Salvi, n. 35).
San Agustín, en sintonía, afirmaba que “la misericordia de Dios consiste en que Él se fije en el corazón del miserable” (citado en Benedicto XVI, 2007, n. 35). Este amor misericordioso, que nunca nos abandona, es la raíz de toda esperanza auténtica y el motor que nos impulsa a seguir caminando incluso en medio del sufrimiento.
La Sagrada Escritura nos recuerda: “La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Romanos 5,5). Por eso, el cristiano espera activamente, trabaja, ama, sirve, confiando en que Dios cumple siempre sus promesas.
La historia de la fe nos ofrece múltiples testigos de esa esperanza perseverante: la Virgen María, san Juan Pablo II, santa Teresa de Calcuta y tantos otros hombres y mujeres que esperaron en Dios y fueron colmados de la felicidad eterna. Ellos son signo vivo de que quien confía y espera en el Señor nunca queda defraudado.
Hoy, más que nunca, se nos invita a luchar con esperanza y fidelidad por Aquel y para Aquel que nos ha creado. Solo Él puede colmar los anhelos más profundos del corazón humano. Él es a quien esperamos, en quien confiamos y por quien vivimos.
Vivir con esperanza es también vivir el Evangelio hoy, haciendo de la fe una experiencia concreta que ilumine la vida personal, familiar y comunitaria. Esperar en Dios nos impulsa a aprender para la vida, a descubrir en cada desafío una oportunidad para crecer en amor, sabiduría y servicio. Así, la esperanza cristiana se convierte en un modo de transformar la realidad y construir, junto a los demás, el Reino de Dios aquí y ahora.

Saturnino Cruz Alvarado
Asesor CREO – Ecuador
Bibliografía
Benedicto XVI. (2007). Spe Salvi [Carta encíclica sobre la esperanza cristiana]. Ciudad del Vaticano: Librería Editrice Vaticana.
San Agustín. (1997). Confesiones (Trad. A. Orozco). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Biblia de Jerusalén. (1998). Romanos 5,5. Desclée de Brouwer.
